Confesiones de un impostor literario
Escribe como si esto jamás fuera a ser leído.

Cada vez que tengo la página en blanco frente a mí siento una combinación de miedo y emoción. Una asquerosa emoción suicida. Porque escribir es desnudarse frente al mundo. Y no con elegancia. No con velos. Es abrir el pecho con una navaja y dejar que cualquier extraño entre a mirar.
Durante años le tuve miedo a eso. A pesar de que amaba escribir. Porque al escribir salía una versión mía más íntima, más sentimental, más frágil. Pero afuera, en la vida, era otro: desinteresado, divertido, ligero, casi sin señales de profundidad. Me gustaba más escribir que hablar, tal vez porque era la única forma de ordenar esa multitud de voces que gritan en mi cabeza.
Y muchas veces creí que tenía una máscara. Que el que escribía era el verdadero yo, y el otro, el que hablaba, era una fachada torpe e impostada. Pero luego me leía y pensaba: qué basura más aburrida. Era metódico, correcto, lleno de palabras que jamás decía. No es que a la gente no le gustara lo que escribía. Es que a mí no me gustaba. Y con eso bastaba para dejarlo.
Y entonces aparecía esa frase como mantra: “encuentra tu voz”. ¿Pero qué carajos era eso? ¿Cómo no iba a sonar a mí lo que escribía si lo escribía yo? Y no lo entendía… hasta que lo entendí. No era encontrarla. Era dejar de actuar. Porque tenía dos papeles: el que vivía y el que escribía. Y estaban peleados. Lo que necesitaba era que se dieran la mano.
Durante mucho tiempo, me impuse no escribir groserías. No hablar de temas actuales. No usar palabras como “celular”, “pantalla” o “computadora”. Como si esas palabras fueran indignas de la literatura. ¡Qué ridiculez! Había creado un diccionario de palabras aceptables como si tuviera a un Borges imaginario sobre el hombro. ¡Ja,ja,ja! ¿A qué carajos me refería! No sé. Esto solo me limitó: creativamente y en el proceso de encontrar mi voz.
Escribe bien.
Consulta el diccionario.
Per se, verbigracia, ipso facto.
No uses groserías.
Evita palabras comunes.
Evita palabras modernas.
Evita todo.
No escribas
Incluso en mis diarios íntimos escribía como si esperara que un editor del futuro los encontrara y dijera: “Este cabrón era un genio y no lo sabíamos”. Me imaginaba muerto, convertido en mártir literario, y que alguien leyera esas páginas y llorara por no haberme leído antes. Es ridículo, lo sé, pero es verdad.
Creía que alguien los encontraría, y riendo en un infierno que no creo, pensaría: Se perdieron de mí, idiotas.
Y mientras tanto, yo seguía sin escribir de verdad.
Tuve que ponerme recordatorios como hechizos en mis cuadernos: “Escribe como si esto jamás fuera a ser leído” o “Alócate y escribe. Sin pensar en publicarlo jamás.”
Leer los diarios de otros escritores me ayudó. Kafka, por ejemplo. Yo leía sus entradas y pensaba: así quiero escribir. Pero claro, le funcionaba a él porque era auténtico. No estaba pretendiendo nada. Solo estaba siendo él mismo. Entonces recordé unas palabras de Charlie Kaufman que me abrieron en canal:
“Di quién eres. Dilo de verdad, en tu vida y en tu trabajo. Háblale a alguien allá afuera—alguien que está perdido, alguien que está atrapado, alguien que aún no ha nacido—dile quién eres. No estás solo.”
Esa es la maldita clave.
Kafka me tocó porque no fingía. Me hizo sentir menos solo. Más aún cuando leí esta entrada suya:
“No he escrito nada desde el 2 de septiembre. Una eternidad. Naturalmente, eso me deja completamente seco por dentro y por fuera.”
Si él, Kafka, se sentía seco y vacío por no escribir, entonces yo también podía sentirme así. Y no pasaba nada.
Escribir con nuestra voz no es una pose ni una estrategia. Es una forma de decir: yo también estoy aquí. Es abrir la herida para que alguien más la vea y diga: “la mía se parece”.
Porque a veces, desde la soledad que te aplasta hoy, puedes lanzarle una frase a alguien que aún no nace. Y ese alguien, al leerte, pensará: Ese hijo de puta dijo exactamente lo que yo pienso. Y lo releerá. Y te agradecerá, aunque estés muerto. Aunque nunca sepa tu nombre.
Por eso hay que escribir con la voz que de verdad suena en tu cabeza. La que habla cuando no finges. Tal vez alguien, del otro lado del mundo o del otro lado del tiempo, piense un día: Ese hijo de puta sí que me entendía. Qué bueno que existió.
¿Y yo? Yo sigo buscando esa voz en cada texto.
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