Descansar no está mal
El descanso como acto de resistencia. Cuando todo se mide, se comparte y se convierte en tarea, detenerse no solo es difícil: es casi un acto de rebeldía.

La culpa —esa culpa insidiosa que nos asalta al descansar— es una obra maestra del capitalismo. No es un accidente. Es un mecanismo. Porque desde hace años, incluso cuando todo está hecho, siento que no he hecho suficiente.
No hablo solo del trabajo. También de la vida social: compromisos, cumpleaños, fechas festivas, cenas a las que no quieres ir pero vas. Siempre hay algo pendiente. Siempre hay algo por ver, por probar, por leer. La lista crece cada día. La ansiedad también.
Y lo más perverso: incluso cuando no hacemos nada, queremos hacer algo. Como si el descanso solo valiera si sirve para tachar otra cosa de la lista.
El ocio se volvió otra tarea: ver esa serie que tengo pendiente. Leer ese libro que todos comentan. Escuchar ese disco antes de que lo analicen en un pódcast. Todo se convierte en “contenido” y nosotros, en sus procesadores. Minutos y minutos de consumo activo. No por placer, sino por pertenecer.
Porque ahora no basta con vivir: hay que registrar. Cuántos países visitaste. Cuántos libros leíste. Cuántas películas calificaste. Cuántos pasos diste. Cuántos seguidores ganaste. Todo se mide. Todo se sube. Todo se comparte. Nos gamificaron, y ni siquiera nos dimos cuenta.
Y cuando crees que descansarás… viene lo profesional. La tecnología no para: IA, automatización, herramientas nuevas cada mes. Ya no basta con saber Excel. Ahora necesitas dominar cinco softwares, entender tres plataformas y hablar el idioma de lo último. Si no lo haces, quedas fuera. El mundo acelera. Y nosotros con él.
“If you ride like lightning, you're gonna crash like thunder.”
—The Place Beyond the Pines (2012)
No somos suficientes para este mundo. Pero seguimos. Corremos. Y, tarde o temprano, nos estrellamos.
Todavía no sé cómo descansar sin pensar en pendientes. Incluso antes de dormir, repaso tareas. Y al despertar, la lista ya se reescribió sola. No tiene fin. Nunca lo tuvo.
Y si no va a acabarse… ¿por qué nos angustia tanto? Quizá porque sigue ahí, como un fantasma cotidiano. No molesta siempre, pero nunca se va.
Tal vez el descanso pleno llegue con el retiro. Pero dudo que mi mente lo permita.
¿Entonces qué se hace mientras tanto?
Tal vez aprender a mirar sin buscar utilidad. A cerrar los ojos sin revisar el calendario. A estar sin registrar. Sin demostrar. Sin correr.
Por eso, hace un tiempo, dejé de leer con prisas. Dejé de contar libros.
Ir despacio. Respirar. Descansar. Quizá eso sea lo más subversivo que podemos hacer. No para escapar del mundo, sino para volver a él… sin rompernos.