El dolor de cuestionarse todo
Cuestionar lo establecido puede ser un gesto de lucidez… o una forma lenta de alienación.

Desde niño, sentí que algo no encajaba. No en el mundo exactamente, sino en la forma en que me lo explicaban. La escuela me parecía absurda. No por rebeldía, sino por lógica. ¿Por qué debía repetir lo que otros decían sin preguntarme si tenía sentido? ¿Por qué memorizar era más importante que entender? ¿Por qué nadie parecía incómodo con eso?
Pasaba horas mirando por la ventana mientras me hablaban del sujeto y el predicado. Y mientras tanto, en mi cabeza se acumulaban preguntas que nadie parecía dispuesto a escuchar: ¿Todos vemos los mismos colores? ¿Quién fue el encargado de nombrar las cosas? ¿Por qué debo celebrar mi cumpleaños? ¿Qué es el tiempo? ¿Qué pasará cuando muera? ¿Por qué jamás he escuchado a Dios?
No me costaba aprender. Me costaba acatar. Me costaba entrar en un molde que no sentía mío. Y aunque con el tiempo entendí que estudiar era un privilegio, el sistema nunca dejó de parecerme defectuoso. Estaba diseñado para que encajaras sin preguntar demasiado.
Ese fenómeno no se detuvo con la infancia. Me siguió a la universidad, al trabajo, a las relaciones. Lo vi en cada espacio que se suponía estable y estructurado. Pareciera que toda nuestra vida estuviera basada en un libreto anterior: estudiar, trabajar, casarse, tener hijos, construir una familia, asistir a eventos escolares, pasar los domingos en centros comerciales o en el parque. Repetir. Repetir. Repetir.
Como si estuviéramos programados para seguir los pasos de otros.
Como si hiciéramos lo que otros ya hicieron, no porque tenga sentido, sino porque es lo que toca.
A veces veo a la especie humana como una coreografía inconsciente. Nos agrupa la necesidad de pertenecer, de parecernos, de mimetizarnos. Lo entiendo. Lo respeto. Pero no puedo evitar verlo desde fuera, con una mezcla de curiosidad y extrañeza.
Y eso, claro, tiene un costo. No pertenecer también es una forma de exilio.
Porque dudar todo el tiempo puede ser un acto filosófico, pero también una condena cotidiana. Te aleja. Te vuelve otro. Y entonces te ves forzado a simular: a fingir que puedes hablar como todos, comportarte como todos, reírte en los momentos justos, decir las frases correctas, asentir cuando hace falta.
Pero al final del día —antes de dormir, en el momento más honesto del cuerpo— llega el agotamiento.
Es agotador fingir ser como todos.
No me creo especial. Más bien, creo que muchos hacemos lo mismo en silencio. Todos improvisamos. Todos seguimos una partitura que nadie escribió, esperando no desafinar demasiado. Pero a veces me pregunto si no podríamos detenernos un instante, solo uno, para preguntarnos: ¿esto que hacemos… lo hacemos porque tiene sentido o porque es lo que siempre se ha hecho?
Y es ahí donde la duda se vuelve peligrosa. No toda pregunta lleva a una respuesta lúcida. A veces la duda puede volverse un hábito corrosivo. Una adicción a la sospecha. Y cuando eso sucede, cuando uno deja de discernir entre cuestionar e inventar, corre el riesgo de cruzar la línea del pensamiento crítico hacia el delirio. El que duda del sistema tiene valor; el que duda de la gravedad, tiene un problema.
Lo dijo Carl Sagan, con su claridad habitual:
“It pays to keep an open mind, but not so open your brains fall out.”
(The Demon-Haunted World, 1995)
Entonces, ¿por qué es doloroso? Porque cuestionarse todo es vivir sin certeza. Es caminar sin mapa. Es estar dentro de una sala iluminada, pero mirando siempre hacia la puerta de emergencia. Y eso, con el tiempo, puede desgastarte. Puede hacerte sentir que no perteneces ni quieres pertenecer.
Dudar es una forma elegante de no encajar. Y eso duele, especialmente en una especie tan obsesionada con pertenecer.
Pero aun así, no lo cambiaría. Porque si no podemos preguntarnos por qué hacemos lo que hacemos, ¿qué sentido tiene seguir haciéndolo?
Tal vez por eso sigo escribiendo. Tal vez por eso sigo preguntando. Tal vez por eso no he dejado de mirar por la ventana.