El internet es una farsa
Fingimos para gustar, y luego olvidamos que estamos fingiendo.

Desde hace ya un tiempo siento que el internet se siente falso y artificial. Una especie de construcción curada con el bien de presentarse de manera estética (aesthetic). Como si mi celular fuera una ventana a un mundo que no existe realmente. Y me da asco.
Y no es nostalgia, no confundas. No creo que el internet de antes fuera un paraíso perdido. No lo era. Era feo, era torpe. Las fotos eran malas, los blogs parecían carteles de circo, y todos escribíamos con faltas de ortografía, como si eso nos hiciera más libres. Pero, al menos, no intentábamos gustar. No editábamos nuestras vidas para que parecieran trailers de una película independiente. Solo queríamos decir algo. Mostrar algo. Ser algo.
Hoy no. Hoy todo está envuelto en un filtro, incluso los sentimientos. Nos vendemos en cuotas visuales, como si lo auténtico debiera pasar por una app de edición antes de ser digno de existir. La realidad que consumimos no es una realidad vivida, sino una representación cuidadosamente orquestada para parecer interesante, cool, sensible. Pero nunca fea. Nunca aburrida. Nunca honesta.
He leído argumentos a favor de "romantizar la vida cotidiana", como si embellecerla fuera una forma de sobrevivirla. Y sí, es una estrategia válida. Pero no deja de ser una estrategia. Porque no vivimos en una película de Wes Anderson. Vivimos en calles rotas, en sistemas colapsados, en cuerpos cansados, en emociones confusas. La vida no siempre tiene buena luz ni música de fondo.
Tal vez tenemos miedo de mostrarnos más auténticos. De que la realidad sea fea e insoportable. Pero lo es. La realidad es sucia, es agresiva, está llena de fluidos y malos olores. En la calle vivimos sin filtros.
Sin embargo, nos comportamos como si lo más importante fuera lo que otros ven de nosotros. Como si cada momento necesitara ser documentado para tener valor. Pero si estuviste ahí —de verdad— sabes que nada de eso era tan emocionante. Las risas eran fingidas. Nadie se hablaba. Solo se grabó una historia, y luego se siguió en silencio. ¿Cuánta es nuestra necesidad de atención? ¿Cuánto vale que te vean?
No sé si tenemos hambre de atención o terror al olvido. Tal vez ambas cosas. Pero lo cierto es que seguimos alimentando esta gran farsa. Seguimos fingiendo. Aquí mismo, en plataformas como Substack, donde se celebra cualquier texto con emojis de fueguito y una comunidad que se autopremia. Hay talento, claro que sí. Pero también hay ruido, hay copia, hay pose.
Y no te voy a decir que borres tus redes, porque ni yo lo he hecho. Siempre encuentro una excusa para quedarme. “Es para el trabajo”, “es para estar conectado”. Tal vez tengo miedo de desaparecer. Porque en este mundo si no estás en internet, no existes. Y si no existes… ¿alguien se acuerda de ti?
Lo que me duele no es que actuemos. Es que nos lo creamos. Que terminemos siendo la misma mentira que inventamos para sobrevivir. Y que he sido parte de esto.
Lo peor: esta lógica de vitrina también se ha tragado a la escritura. La literatura no debería ser un decorado. No debería ser una pose. Pero lo es, muchas veces. Lo veo en los poetas de Instagram, en los novelistas que escriben para decir que están escribiendo, en las fotos de escritor con café, MacBook y planta en el fondo. Lo veo y me pregunto: ¿cuándo se volvió tan fácil simular? ¡Qué puta farsa!
Sé que no hay nada que pueda hacer. La farsa seguirá. Incluso lo que trata de ser auténtico es falso. Solo no cometas el error de creerte la misma mentira que inventaste para sobrevivir.