El trabajo es una mierda
Una columna escrita con los dientes apretados. Sobre el miedo, el agobio, el sistema laboral en México, y el deseo urgente de otra forma de vivir.

Durante semanas no quise escribir esto. No porque no tuviera algo que decir, sino porque pensé que no valía la pena decirlo. Quizá —me dije— ya lo he normalizado. Tal vez esa es la verdadera derrota: aceptar que trabajar, para la mayoría, es una forma sofisticada de sufrimiento.
Y no hablo únicamente del trabajo mal pagado o físicamente extenuante. Hablo también del otro infierno: el jefe incompetente, los mensajes fuera de horario, la sobrecarga crónica de tareas inútiles, el salario estancado, la mediocridad convertida en norma. Trabajar, en ciertos días, es someterse a una rutina de angustia envuelta en correos, juntas, plazos y fingimientos.
Lo sé porque lo he vivido. Desde hace años estoy atrapado en un trabajo que no me gusta. Y aunque reconozco los privilegios que conlleva —ingresos estables, flexibilidad relativa— cada notificación que lo recuerda me revuelve el estómago. Me molesta. Me pudre.
¿Por qué sigo? Por miedo, carajo. Porque una vez lo dejé todo y no funcionó. Salté con entusiasmo hacia lo que amaba, y me estrellé contra la precariedad. El susto me dejó temblando. Desde entonces vivo en una especie de jaula voluntaria, intercambiando estabilidad por resignación.
¿Entonces qué queda? ¿Elegir entre un tipo de agobio y otro? ¿Una prisión con sueldo o una libertad sin piso? ¿El mal menor?
En México, la respuesta parece evidente. Según la OCDE, somos uno de los países que más horas trabaja... y uno de los que menos gana. Aquí se premia al que se esclaviza. Se admira al que se queda tarde sin que se lo pidan. Aunque su recompensa sea una pizza. Aunque sufre, aunque odie su vida. El que produce poco cobra igual. Porque este modelo no premia al competente, ni castiga al mediocre. Solo exprime al disponible.
Y es eso lo que más odio: esta cultura laboral enferma. Esta moral invertida que glorifica el agotamiento y sospecha del descanso. Que valora la obediencia sobre la creatividad. Que nos deforma hasta convertirnos en piezas intercambiables.
Este texto no tiene soluciones. Solo rabia. Lo escribo con los dientes apretados. Porque llevo años odiando este sistema, incluso antes de entenderlo. Porque siento que me ha achicado el alma. Porque me cuesta imaginar otra forma de vivir.
Tal vez en el futuro las cosas cambien. Tal vez el trabajo sea otra cosa: algo que no duela tanto. Tal vez nuestros hijos no tengan que aprender a sobrevivir desde el lunes. Y cuando miren hacia atrás, vean todo esto como una barbarie. Como un vestigio de una sociedad que nunca supo qué hacer con el ser humano.