La era del olvido
Y esto lo olvidarás también

Cada semana guardo más cosas de las que puedo recordar. Videos, recetas, libros, ideas. Capturas de pantalla de cosas que me impactaron un segundo. Archivos con títulos grandilocuentes: “Plan maestro”, “Idea millonaria”, “Artículo importante”. Nada de eso vuelve. Es como si todo lo que veo existiera para ser olvidado.
Vivimos en la era de la abundancia digital. Podemos investigar lo que sea en cuestión de segundos, guardar recetas que nunca cocinaremos, seguir a artistas que no recordaremos y crear listas infinitas de películas que jamás veremos. Y no lo digo con desprecio. A mí me gusta. Disfruto perderme en TikTok, reírme con un buen meme, descubrir bandas que no sabía que existían, encontrar una rutina de ejercicios que juraré probar algún lunes. Me gusta el brainrot, esa niebla mental que a veces se siente como descanso.
Pero después olvido. Todo.
Los videos, las recomendaciones, las fotos de viajes, las cuentas de YouTube donde di "me gusta" para ver después. Olvido los archivos que “no debo olvidar” en mis cinco cuentas de Google Drive. Olvido mis propios sistemas de organización: mis dos cuentas de Notion, mi Trello con colores, mi AirTable con pestañas para cada idea brillante. Hace dos años que no abro nada de eso.
Me queda la app de notas, sí. Repleta de listas y planes que alguna vez me ilusionaron. Notas tituladas “Plan de vida”, “Plan de vida (ahora sí)”, “Plan definitivo”, “Plan maestro 2.0”. Sé que todo está ahí. El problema es que nunca lo vuelvo a leer.
A veces me pregunto si el problema es otro. Si no soy yo quien falla en pasar a la acción. ¿Cuántas veces tengo que ver una receta para hacerla? ¿A los cuántos videos motivacionales se obtiene, por fin, la motivación?
Quizá mi acumulación digital no sea un síntoma del sistema, sino una decisión inconsciente. Tal vez es culpa mía no convertirme en creador, no cocinar esas recetas, no hacer la rutina, no ver las películas de terror, no irme a las playas secretas de Taiwán. Tal vez no me gusta tanto todo esto como creo. Tal vez solo estoy programado para pensarlo. Tal vez son los traviesos desarrolladores de apps los que han aprendido a darle dopamina a mi indecisión.
Tampoco quiero pensar que es solo un problema de organización. Ni siquiera estoy seguro de que sea un problema. Quizá es así como funciona el mundo ahora: acumulamos más de lo que podemos digerir. Recibimos más de lo que podemos sentir. Y de vez en cuando, creemos que estamos cambiando el mundo porque compartimos un video que nos dio rabia.
Es en ese momento cuando el olvido se vuelve político.
Porque es curioso: mientras ves un video sobre algo injusto, sientes rabia. Toda la maldita rabia del mundo se acumula en tus puños. Piensas que ya estás harto. Que algo debería pasar. Es hora de poner un alto. Es hora de actuar. Tenemos que cambiar el mundo. Guardas el video con una esperanza justiciera.
Y deslizas.
Aparece un perro llamado King Charles que domina a sus compañeros con insólita elegancia. Deslizas otra vez. Una entrevista absurda en la calle. Deslizas. Una narración hecha con inteligencia artificial, que cuenta la vida de un creador de contenido. Deslizas. La receta con más proteína del internet. Deslizas. Los diez restaurantes que no puedes dejar de visitar. Deslizas. Un meme. Lo compartes.
Y entonces ya no recuerdas la injusticia. Solo el gesto. Solo el scroll.
¿Estamos condenados al olvido?
Quizá.
Las soluciones suenan ingenuas: imprimir fotos, comprar libros físicos, organizar tu biblioteca digital. Volver al lápiz y al papel, como hice hace poco. Sí, eso me ayudó. Pero me cuesta creer que con eso alcance.
El olvido digital no es solo una falla de memoria. Es una forma de vivir. Una forma de no procesar. Una manera de no actuar.
Y sin embargo, si algo te importa —de verdad—, guárdalo. No en la nube. No en una carpeta que olvidarás. Guárdalo en un lugar que puedas tocar. Hay que sostenerlo. Mirarlo. Dejar que nos duela o nos mueva. Hacer espacio para recordarlo.
O al menos, haz que te cueste olvidarlo.