La farsa estética: contra la romantización de la vida

¿Qué queda después de fotografiarlo todo? Una crítica a la obsesión por lo aesthetic, la romantización de la vida y el vacío digital que deja.

La farsa estética: contra la romantización de la vida

En internet ya no vivimos, posteamos que vivimos. Una comida, una caminata, un rincón con luz tenue: todo entra al escaparate. Todo se vuelve “aesthetic”. ¿Qué carajo significa eso exactamente? Nadie lo sabe con precisión. Pero se repite, se imita, se filtra. Y esa ambigüedad envenena.

La idea de “romantizar la vida” —que alguna vez pudo tener algo de nobleza— hoy se ha convertido en una estética blanda del ego. Una simulación constante. No hablamos de belleza sincera, sino de una belleza performativa, útil solo si se comparte. Nos vestimos para las fotos. Leemos con el celular cerca, por si la página merece una historia. Nos sentamos a desayunar con la cámara en modo retrato.

Pero, ¿para quién?

No escribo desde un púlpito. Yo también lo hice. Me preparé un café y antes de beberlo, lo acomodé junto al cuaderno, abrí un libro y traté de capturar “el momento”. Tomé varias fotos. Probé distintos ángulos. Pero cuando al fin quise beber, el café ya se había enfriado. Y la luz, ese instante mágico que buscaba retener, ya se había ido.

Y cuando uno se ve desde fuera —como si te salieras del cuerpo, como un ente flotando por encima de ti mismo— todo se transforma en una escena ridícula. Una coreografía sin público. Una escenografía sin función. El café, el cuaderno, la pose: nada se siente real cuando estás interpretando para nadie.

La imagen funcionó. Obtuvo likes, reacciones, algún comentario: “qué envidia tu mañana”. Pero el momento no quedó en mí, quedó en la pantalla. Lo viví menos por querer mostrarlo más.

Incluso aquí, en esta plataforma que muchos celebran como un refugio del ruido digital, la misma mascarada se repite. Veo publicaciones que fingen autenticidad con las mismas fotos de teclados, pantallas, libretas abiertas y tazas de café. La misma narrativa del “escritor independiente que lucha contra el algoritmo”.

Y, sin embargo, lo único que cambia es el decorado. Substack no es más que Twitter antes del colapso. Una red de newsletters donde muchos aún escriben con la esperanza de ser vistos, seguidos, reconocidos. El mismo acto de romanticismo digital disfrazado de intimidad. Como si contar que no tienes lectores fuera, en sí mismo, una estrategia de marca.

Quizá es la nostalgia la que me hace escribir. Pero extraño los tiempos auténticos. Esas páginas web horribles que eran sinceras. Cuentas de redes sociales que no intentaban seducir, sino decir.

Hoy todo se siente como una copia de la copia.

Salimos de templates. Actuamos los trends. Escuchamos lo mismo. Vemos lo mismo. El algoritmo nos alimenta y lo tragamos todo sin pensar. Como ganado digital, disfrazado de creadores.

El problema no es compartir. El problema es vivir para compartir. Todo se transforma en una escena curada. Un performance. Y en el centro, el sujeto: nosotros. No como personas reales, sino como pequeños influencers domésticos. La vida se vuelve contenido. Las emociones, diseño editorial. El silencio, una amenaza.

Romantizamos la lectura, el desayuno, el amor, la maternidad, el aburrimiento. Hacemos branding personal con nuestras heridas. Y perdemos la capacidad de estar. De vivir sin testigos.

Tenemos que aceptar lo feo, lo roto, lo chueco de la vida. También de la escritura. No es como en las películas. Y tampoco como Carrie Bradshaw lo hacía ver.

A veces no hay tiempo para el café perfecto ni el brunch dominical. El texto no fluye. El amor no es tan profundo. La cocina está hecha un caos.

Pero eso también es vida. Y vale más que mil filtros.

Porque cuando el video termina, la cámara baja. Y lo que queda no siempre es grato: el vacío, el momento que ya no regresa, el café frío, el silencio que antes no nos incomodaba.

¿Hay salida? Sí. Y no es dejar de compartir. Es dejar de hacerlo por reflejo. Es romper el automatismo. Es redescubrir el placer de lo privado.

Nadie necesita saber lo que desayunaste. Nadie extraña tus fotos de libros abiertos. Del gimnasio. No somos tan importantes. Solo estamos, muchos de nosotros, necesitados de atención y validación.

Pero hay libertad en aceptar eso. Y hay aún más libertad en salir de ese juego. Porque una vez que recuperas lo privado, recuperas también el interés por lo real. Por lo que disfrutas aunque nadie te mire. Por lo que amas aunque no se vea bonito. Por lo que vale la pena, aunque no se publique.

La taza de café, esta vez, sigue caliente.

PAÍS LECTOR
ES UNA
SIMULACIÓN