Lee los comentarios
Los comentarios son más que un apéndice: un idioma propio de internet donde caben risas, crueldad y la necesidad de ser vistos.
A veces, el mejor contenido de internet no está en el video, ni en la imagen, ni en la canción. Está justo debajo, en esa caja de texto donde millones escriben sin filtro, sin firma y sin miedo: los comentarios.
Todos hemos estado ahí. Entras a TikTok, Instagram o X. Un video te atrapa, y una voz interna —tan automática como la necesidad de refrescar la pantalla— te dice: “abre los comentarios”. Y lo haces. No para aprender. No para profundizar. Lo haces para reírte.
Y te ríes. Te ríes mucho. No siempre por el video, sino por lo que alguien escribió debajo. Tal vez un comentario absurdo, otro completamente desatinado, o incluso uno tan reciclado que ya perdió gracia… pero igual hace reír. A veces, el video ni siquiera importa: es apenas un pretexto para lo verdaderamente brillante —o lo inevitablemente ridículo— que aparece en la sección de comentarios. En ciertos casos, toda la viralidad se sostiene en ese apartado marginal, como si fuera un bar clandestino donde ocurre la verdadera fiesta.
La comedia en los comentarios es un fenómeno colectivo y, en ocasiones, extraordinario. En medio del ruido y la prisa, alguien escribe una frase que hace reír a millones. Se vuelve parte del código. Se repite. Se transforma. Se convierte en un idioma dentro del idioma.
Pero no todo es risa. A veces, cuando el video cambia de tono —una noticia trágica, una historia de abuso, una denuncia seria— los comentarios no se detienen. El humor sigue ahí, irreverente, desubicado, cruel. Y entonces me descubro incómodo. Me pregunto por qué esa necesidad de hacer reír no se frena ni ante la tragedia. Me molesta. Me indigna. Y luego me doy cuenta de que yo también lo he hecho. Que también he soltado una carcajada en un contexto que no lo merecía. ¿Somos hipócritas? ¿Solo nos afecta cuando el tema nos toca de cerca?
No tengo una respuesta definitiva, pero sí una sospecha: en los comentarios no buscamos solo reírnos. Buscamos atención. Ser vistos. Recibir esos corazones digitales que nos dicen “yo también pensé eso, pero tú lo dijiste mejor”.
Existen plantillas invisibles en la sección de comentarios. Si la canción es vieja, alguien pondrá: “¿Alguien en 2025 escuchando esta joya?”. Si hay un bebé, alguien escribirá: “tiene más estilo que yo a los 30”. Si el video es emotivo: “yo, llorando en pleno metro a las 7 AM”. Y si hay carne, ya sabés qué viene: “todavía lo puedes salvar si lo llevas al veterinario”. Lo has visto mil veces. No es un chiste. Es un ritual. Una frase automática que se repite sin risa, como si escribirla fuera una especie de conjuro para ganarse likes. No hay sorpresa. No hay timing. Pero ahí está. Siempre.
Y si la comedia no funciona, aparece su opuesto: el odio. No hay término medio. En un mismo post puedes encontrar a alguien diciendo “me cambió la vida” y, dos líneas abajo, a otro deseándole la muerte al protagonista del video. La lógica de los comentarios rara vez es lógica. Es visceral, tribal, impulsiva. Como si fueran escritos por un inconsciente colectivo que no responde a normas morales, sino al deseo inmediato de causar una reacción.
Aun así, de vez en cuando, aparece algo distinto. Un comentario que aporta contexto. Una opinión con matices. Una recomendación que te lleva a otro rincón del internet. Y esos, aunque raros, son los que me reconcilian con esta jungla de opiniones veloces. Son recordatorios de que debajo del algoritmo todavía hay gente pensando.
Sé que los comentarios seguirán mutando. Cambiarán de formato, de tono, de emojis. Tal vez un día ya ni los entienda. Pero mientras tanto, seguiré entrando a los videos de Ryan Gosling y leyendo: “literalmente yo”. Y sentiré que sí, que en ese absurdo digital hay algo profundamente humano. Todos queremos reír. Todos queremos que alguien nos lea.