10 poemas de Alejandra Pizarnik que desgarran con belleza
Una breve recopilación de diez poemas cruciales de Alejandra Pizarnik
Alejandra Pizarnik escribió como quien abre una herida para ver si aún queda algo vivo adentro. No quiso ser comprendida, y mucho menos explicada. Su poesía es fragmentaria, sí, pero no por estética: por necesidad. Cada uno de los poemas de Alejandra Pizarnik es una batalla entre el silencio y la palabra, entre el deseo de decir y la certeza de que decir no basta. Si la poesía fuera un idioma de los espectros, ella sería su traductora oficial.
Leer a Pizarnik es dejarse caer —voluntariamente— por un pozo que no tiene fondo. Porque en sus versos no hay respuestas, sino ecos. Y en sus ecos, más preguntas. Pero hay belleza, también. Una belleza rara, filosa, que no adorna sino que hiere con elegancia. En los diez poemas que aquí reunimos, la vemos convertirse en exiliada de sí misma, amante rota, loba errante, niña poseída por sombras. La vemos perder la voz y luego multiplicarla. La vemos arder. Y, a veces, sólo a veces, la vemos encontrar un jardín.
Este no es un recorrido cronológico, ni temático, ni académico en el sentido más estricto. Es un mapa emocional. Una lectura a través del temblor. Una forma de decir que la poesía de Pizarnik no se entiende: se habita.
1. Yo soy
“Yo soy” es el poema de una identidad desintegrada, dicha desde los restos, desde las ruinas de un yo que se rehúsa a afirmarse. Aquí, Alejandra Pizarnik juega a definirse y fracasa con belleza. Cada verso responde a una pregunta implícita: ¿quién soy?, ¿qué queda de mí?, ¿cómo nombrarme cuando ya no hay lenguaje que me contenga?
Las respuestas son fragmentos, imágenes rotas: alas podridas, vino agrio, un tajo en la silla. No hay continuidad, ni siquiera lamento; solo un desfile de símbolos donde el cuerpo se convierte en metáfora y la metáfora en cenizas. “Mi rostro? un cero disimulado”: la máscara de alguien que ya no está, o que nunca pudo estar entera.
Lo más perturbador es la serenidad con la que el poema enumera su propio colapso. No hay exclamaciones, apenas una resignación casi infantil, como si el dolor no sorprendiera, como si la única certeza fuera esa: que no hay “yo” posible, solo una sucesión de intentos fallidos. Pizarnik no se escribe desde el yo, sino desde su derrumbe.
YO SOY…
mis alas?
dos pétalos podridos
mi razón?
copitas de vino agrio
mi vida?
vacío bien pensado
mi cuerpo?
un tajo en la silla
mi vaivén?
un gong infantil
mi rostro?
un cero disimulado
mis ojos?
ah! trozos de infinito
2. El miedo
El miedo no describe un sobresalto. No es el susto que dura un segundo. Es una presencia instalada, viscosa, silenciosa, que se mueve dentro del cuerpo como si le perteneciera. Alejandra Pizarnik no necesita muchas líneas para hacer que el poema pese como una losa. Basta con ese eco —“el eco de mis muertes”— para entender que lo que habla no es una mujer, sino alguien que ha atravesado todas sus versiones muertas y ha vuelto para contarlo.
La voz poética pregunta, pero no espera respuesta: “¿Sabes tú del miedo?” Como si supiera que no. Como si el miedo que ella nombra no se pudiera compartir, solo soportar. El poema avanza con imágenes que no buscan metáforas bellas, sino punzadas: ratas en la sangre, labios muertos bebiendo el deseo. No hay piedad en estos versos, pero sí una verdad incómoda: el miedo es íntimo, orgánico, parte de uno.
Aquí, el miedo tiene sombrero, tiene boca, tiene sed. Es casi una figura humana que habita el poema como un huésped imposible de desalojar. Y aunque todo está dicho en un tono casi ritual, lo que queda al final no es alivio ni exorcismo, sino esa certeza brutal: el miedo no se fue. Solo aprendió a quedarse callado.
El miedo
En el eco de mis muertes
aún hay miedo.
¿Sabes tú del miedo?
Sé del miedo cuando digo mi nombre.
Es el miedo,
el miedo con sombrero negro
escondiendo ratas en mi sangre,
o el miedo con labios muertos
bebiendo mis deseos.
Sí. En el eco de mis muertes
aún hay miedo.
3. La de los ojos abiertos
La de los ojos abiertos es el testimonio de alguien que sobrevive por pura terquedad. No hay épica, no hay discurso, solo una confesión escrita con la voz entrecortada de quien no pidió estar aquí pero, sin embargo, se queda. Alejandra Pizarnik nos lanza a una plaza donde la vida juega —sí, juega— con un ser que nunca fue. Y eso lo dice todo. El yo poético está desfasado del mundo, como si existiera en un tiempo prestado o un cuerpo que no le corresponde.
El poema se desliza como un péndulo entre el deseo de habitar la vida y la conciencia punzante de no encajar en ella. Cada verso es un paso sobre la cuerda floja de la cordura, una sonrisa que no está del todo convencida de estar viva. “Pero quiero saberme viva”, dice, casi como una súplica. Y en ese “pero” está todo: el miedo, la distancia, la herida abierta de quien intuye que seguir respirando no garantiza nada.
Pizarnik no habla aquí de la muerte con grandilocuencia, sino con un silencio elocuente. “No quiero hablar de la muerte / ni de sus extrañas manos”, dice al final. Pero ya lo ha hecho. Todo el poema es una conversación con la ausencia. Y sin embargo, se sostiene en pie. Como ella. Como todos los que han mirado al abismo con los ojos abiertos y aún así dijeron: “vida, aquí estoy”.
LA DE LOS OJOS ABIERTOS
la vida juega en la plaza
con el ser que nunca fui
y aquí estoy
baila pensamiento
en la cuerda de mi sonrisa
y todos dicen que esto pasó y es
va pasando
va pasando
mi corazón
abre la ventana
vida
aquí estoy
mi vida
mi sola y aterida sangre
percute en el mundo
pero quiero saberme viva
pero no quiero hablar
de la muerte
ni de sus extrañas manos.
4. La enamorada
La enamorada es una escena de crimen en la que el cadáver es el deseo. Alejandra Pizarnik escribe como si el amor fuera un delirio con nombre propio, una enfermedad que no se nombra pero se siente en cada verso. Aquí no hay romanticismo: hay ruina. El texto es un monólogo interior disfrazado de fábula trágica, una coreografía de gestos inútiles —enviar mensajes, sonreír, tremolar las manos— con la esperanza absurda de que él regrese. Pero no vuelve. Nunca vuelve.
La voz poética no suplica, no exige, no espera redención. Solo se ahoga en el recuerdo del último abrazo, se burla de su propio drama con la ironía de quien ya ha perdido hasta la dignidad. Y eso es lo más humano del poema: su honestidad brutal, sin maquillaje. Pizarnik no embellece el dolor, lo desnuda. “Ríe en el pañuelo, llora a carcajadas”, dice, como si pudiera exorcizar la pena a fuerza de contraste. Pero al final, el rostro debe cerrarse como una puerta. Que no sepan. Que no se note. Que la mujer enamorada —esa figura patética y feroz— quede sepultada bajo el silencio.
El último verso es una caída libre: “¡nada más!”. Y ahí está el remate, la línea que lo resume todo. No hay consuelo, ni lección, ni consigna feminista. Solo la devastación sin gloria de amar a alguien que no te elige. Pizarnik, como Vonnegut, entendería que lo peor no es el fin del amor, sino seguir existiendo después de él.
La enamorada
esta lúgubre manía de vivir
esta recóndita humorada de vivir
te arrastra alejandra no lo niegues
hoy te miraste en el espejo
y te fue triste estabas sola
la luz rugía el aire cantaba
pero tu amado no volvió
enviarás mensajes sonreirás
tremolarás tus manos así volverá
tu amado tan amado
oyes la demente sirena que lo robó
el barco con barbas de espuma
donde murieron las risas
recuerdas el último abrazo
oh nada de angustias
ríe en el pañuelo llora a carcajadas
pero cierra las puertas de tu rostro
para que no digan luego
que aquella mujer enamorada fuiste tú
te remuerden los días
te culpan las noches
te duele la vida tanto tanto
desesperada ¿adónde vas?
desesperada ¡nada más!
5. La última inocencia
La última inocencia es el poema de alguien que ya entendió demasiado tarde que crecer es una traición inevitable. Alejandra Pizarnik no dice adiós: se escapa. “Partir / en cuerpo y alma / partir”, dice al comienzo, y uno podría confundirlo con una decisión práctica, un cambio de casa, de país, de costumbre. Pero no. Aquí partir significa otra cosa. Partir es desgarrarse, irse de uno mismo, dejar atrás la espera inútil, el dolor heredado, la mansedumbre que nos enseñaron a llamar virtud.
Las “miradas piedras opresoras” son las del mundo, las de los otros, pero también las propias: esas que se quedan a vivir en la garganta como un nudo eterno. Pizarnik no quiere mártires ni testigos. Quiere escapar del escenario antes de que la función termine, salirse de la fila de los que aceptan morir lentamente en nombre de la cordura. Y eso es lo más desgarrador: el poema no es un canto de libertad, sino una urgencia de huida. Como si la única forma de conservar un atisbo de pureza fuera renunciando al espectáculo.
El poema cierra con un imperativo: “Pero arremete, ¡viajera!” Una voz que podría venir desde dentro o desde muy lejos. Tal vez sea la voz de la infancia que aún resiste. Tal vez sea un eco que la empuja a no quedarse quieta. Pero esa exclamación final no suena a triunfo, suena a consuelo precario. A una forma de decir: aún puedes caminar, aunque no sepas adónde.
La última inocencia
Partir
en cuerpo y alma
partir.
Partir
deshacerse de las miradas
piedras opresoras
que duermen en la garganta.
He de partirno más inercia bajo el solno más sangre anonadadano más formar fila para morir.
He de partir
Pero arremete, ¡viajera!
6. Exilio
Exilio es una confesión escrita con plumas rotas. Un poema que no habla del destierro geográfico, sino de uno mucho más profundo: el de habitarse sin pertenecer. Alejandra Pizarnik se nombra “ángel”, pero no como símbolo de pureza. No. Es un ángel sin edad, sin muerte, sin lugar donde caerse vivo. Una criatura suspendida fuera del tiempo y del cuerpo, que ni siquiera tiene derecho al consuelo de su propio nombre. Eso ya nos dice todo: no estamos frente a una mujer que sufre. Estamos frente a una mujer que ha sido desposeída incluso de su dolor.
Lo más brillante —y brutal— del poema es esa ironía silenciosa que lo atraviesa. “¿Y quién no tiene un amor?”, pregunta, como si todo el mundo tuviera acceso a los placeres mínimos de la existencia. El goce, las amapolas, el fuego, la muerte… todos esos clichés vitales son puestos en escena solo para señalar su ausencia. Pizarnik ama, sí, pero ama a una sombra. Y la sombra, dice, no muere. No muere porque nunca estuvo viva. Es la metáfora perfecta de su exilio: abrazar lo intangible hasta quedar hecha cenizas.
Y cuando crees que el poema ya no puede doler más, llegan los ángeles. Pero no los de iglesia ni de postal. No. Estos son “ángeles bellos como cuchillos”. Seres luminosos que no traen consuelo, sino devastación. Se elevan, sí, pero lo hacen para destruir. El cielo, en este texto, no es refugio. Es amenaza. Pizarnik ha sido expulsada incluso del lenguaje del alivio, y lo que queda es esto: una liturgia en ruinas, una pasión sin objeto, un exilio sin regreso.
EXILIO A Raúl Gustavo Aguirre Esta manía de saberme ángel, sin edad, sin muerte en que vivirme, sin piedad por mi nombre ni por mis huesos que lloran vagando. ¿Y quién no tiene un amor? ¿Y quién no goza entre amapolas? ¿Y quién no posee un fuego, una muerte, un miedo, algo horrible, aunque fuere con plumas, aunque fuere con sonrisas? Siniestro delirio amar a una sombra. La sombra no muere. Y mi amor sólo abraza a lo que fluye como lava del infierno: una logia callada, fantasmas en dulce erección, sacerdotes de espuma, y sobre todo ángeles, ángeles bellos como cuchillos que se elevan en la noche y devastan la esperanza.
7. Sentido de su ausencia
Sentido de su ausencia es un poema susurrado entre la lluvia y la memoria. En apenas unos versos, Alejandra Pizarnik condensa toda la ternura de una pérdida sin dramatismo, sin alaridos, pero con una presencia constante que duele por su belleza. La voz poética no habla del amor como posesión ni del duelo como herida, sino como una forma suave de compañía: una sombra que se adhiere al nombre, una huella que sigue existiendo aunque ya no esté quien la dejó.
La sintaxis es mínima, íntima, como si el poema mismo se deslizara entre palabras por miedo a romper el silencio. Y sin embargo, cada línea resuena. La imagen del “rostro desaparecido” que “dispersa hermosamente un perfume” funciona como epitafio y como conjuro: algo se ha ido, pero ha dejado un rastro. No hay rencor, ni reclamo. Solo un perfume leve, casi sagrado, que flota en el poema como si pudiera detener el paso del tiempo.
Aquí Pizarnik no escribe desde el centro del dolor, sino desde su borde. No grita: recuerda. Y al recordar, convierte la ausencia en sentido. Le da forma al vacío. Y esa es, quizás, su forma más sutil y poderosa de decir que el amor, incluso cuando ya no está, sigue siendo un lugar desde donde mirar y nombrar el mundo.
Sentido de su ausencia
si yo me atrevo
a mirar y a decir
es por su sombra
unida tan suave
a mi nombre
allá lejos
en la lluvia
en mi memoria
por su rostro
que ardiendo en mi poema
dispersa hermosamente
un perfume
a amado rostro desaparecido
8. Piedra fundamental
Piedra fundamental es una catedral construida con escombros. Un poema que no se lee: se atraviesa como un túnel con ecos, como una caverna en la que cada palabra parece haber sido escrita con la mano temblorosa de quien ya no distingue entre lo que es real y lo que duele. Alejandra Pizarnik parte desde una declaración demoledora —“no puedo hablar con mi voz sino con mis voces”— y con eso nos advierte: aquí no habla una poeta, habla una multitud hecha trizas. No hay identidad: hay resonancia.
El poema serpentea entre lo lírico y lo metafísico, entre lo íntimo y lo simbólico, como si no pudiera decidir si quiere ser plegaria o exorcismo. Nos habla de un templo, de una logia, de muñecas destripadas, de teclados traicioneros, de estaciones de tren que no existen. Y sin embargo, todo eso está al servicio de una única obsesión: encontrar un centro, un punto de fusión, un lugar donde ser una y no muchas. Pero ese lugar siempre se escapa, como si el mundo estuviera diseñado para evitar la quietud. “Quería hundirme, clavarme, fijarme”, dice, pero el poema la arrastra, la distorsiona, la dispersa.
Es en este torbellino donde Pizarnik alcanza una de sus cimas: el lenguaje ya no sirve para describir, sino para buscar desesperadamente algo que se parezca a una patria. Pero incluso la música la traiciona. Incluso el poema podría ser —dice ella misma— una trampa más. Una puesta en escena. Un escenario de arena en un circo de espectros.
Y sin embargo, hay un jardín. La última línea es un susurro que deja abierta una grieta por donde entra la noche, sí, pero también algo parecido a la belleza. “Hay un jardín”, escribe, y uno no sabe si es real o alucinación. Pero basta con saber que lo nombra. Que en medio de la dispersión, aún queda la posibilidad de una imagen nítida. Un lugar, aunque sea imaginado, donde decir un nombre no sea sinónimo de muerte.
PIEDRA FUNDAMENTAL
No puedo hablar con mi voz sino con mis voces.
Sus ojos eran la entrada del templo, para mí, que soy errante, que amo y muero. Y hubiese cantado hasta hacerme una con la noche, hasta deshacerme desnuda en la entrada del tiempo.
Un canto que atravieso como un túnel.
Presencias inquietantes,
gestos de figuras que se aparecen vivientes por obra de un lenguaje activo que las alude,
signos que insinúan terrores insolubles
Una vibración de los cimientos, un trepidar de los fundamentos, drenan y barrenan,
y he sabido dónde se aposenta aquello tan otro que es yo, que espera que me calle para tomar posesión de mí y drenar y barrenar los cimientos, los fundamentos,
aquello que me es adverso desde mí, conspira, toma posesión de mi terreno baldío,
no,
he de hacer algo,
no
no he de hacer nada,
algo en mí no se abandona a la cascada de cenizas que me arrasa dentro de mí con ella que es yo, conmigo que soy ella y que soy yo, indeciblemente distinta de ella.
En el silencio mismo (no el mismo silencio) tragar noche, una noche inmensa inmersa en el sigilo de los pasos perdidos.
No puedo hablar para nada decir. Por eso nos perdemos, yo y el poema, en la tentativa inútil de transcribir relaciones ardientes.
¿A dónde la conduce esta escritura? A lo negro, a lo estéril, a lo fragmentado.
Las muñecas desventradas por mis antiguas manos de muñeca, la desilusión al encontrar pura estopa (pura estepa tu memoria): el padre, que tuvo que ser Tiresias, flota en el río. Pero tú, ¿por qué te dejaste asesinar escuchando cuentos de álamos nevados?
Yo quería que mis dedos de muñeca penetraran en las teclas. Yo no quería rozar, como una araña, el teclado. Yo quería hundirme, clavarme, fijarme, petrificarme. Yo quería entrar en el teclado para entrar adentro de la música para tener una patria. Pero la música se movía, se apresuraba. Sólo cuando un refrán reincidía, alentaba en mí la esperanza de que se estableciera algo parecido a una estación de trenes, quiero decir: un punto de partida firme y seguro; un lugar desde el cual partir, desde el lugar, hacia el lugar, en unión y fusión con el lugar. Pero el refrán era demasiado breve, de modo que yo no podía fundar una estación pues no contaba más que con un tren salido de los rieles que se contorsionaba y se distorsionaba. Entonces abandoné la música y sus traiciones porque la música estaba más arriba o más abajo, pero no en el centro, en el lugar de la fusión y del encuentro. (Tú que fuiste mi única patria ¿en dónde buscarte? Tal vez en este poema que voy escribiendo).
Una noche en el circo recobré un lenguaje perdido en el momento que los jinetes con antorchas en la mano galopaban en ronda feroz sobre corceles negros. Ni en mis sueños de dicha existirá un coro de ángeles que suministre algo semejante a los sonidos calientes para mi corazón de los cascos contra las arenas.
(Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas).
(Es un hombre o una piedra o un árbol el que va a comenzar el canto...)
Y era un estremecimiento suavemente trepidante (lo digo para aleccionar a la que extravió en mí su musicalidad y trepida con más disonancia que un caballo azuzado por una antorcha en las arenas de un país extranjero).
Estaba abrazada al suelo, diciendo un nombre. Creí que me había muerto y que la muerte era decir un nombre sin cesar.
No es esto, tal vez, lo que quiero decir. Este decir y decirse no es grato. No puedo hablar con mi voz sino con mis voces. También este poema es posible que sea una trampa, un escenario más.
Cuando el baco alternó su ritmo y vaciló en el agua violenta, me erguí como la amazona que domina solamente con sus ojos azules al caballo que se encabrita (¿o fue con sus ojos azules?). El agua verde en mi cara, he de beber de ti hasta que la noche se abra. Nadie puede salvarme pues soy invisible aun para mí que me llamo con tu voz. ¿En dónde estoy? Estoy en un jardín.
Hay un jardín.
9. Los trabajos y las noches
Los trabajos y las noches es un manifiesto en voz baja. Un poema que parece resignado, pero que en realidad arde con una intensidad contenida. Alejandra Pizarnik se presenta aquí no como sujeto, sino como tránsito, como ofrenda en movimiento. Dice: “he sido toda ofrenda”, y eso basta para comprender que su identidad no se afirma, se entrega. No se construye, se disuelve.
En estos versos breves caben muchas vidas. Está la sed como emblema, el sueño como única dirección, y la renuncia al amor como una forma de supervivencia. No hay lamento. Hay lucidez. Una loba errante en “la noche de los cuerpos” que no busca ser encontrada, sino reconocida como parte del misterio. El poema no grita su dolor, lo susurra con una claridad que asusta. Y esa última línea —“para decir la palabra inocente”— no es un cierre, es un anhelo. Como si, después de todo, aún fuera posible pronunciar algo puro en medio del exilio interior.
Este texto es una brújula sin norte. Y sin embargo, marca un camino: el de quien no se aferra a nada, pero sigue avanzando, con la lengua rota y la dignidad intacta. Como Vonnegut sin cinismo. Como Pizarnik sin máscara.
Los trabajos y las noches
para reconocer en la sed mi emblema
para significar el único sueño
para no sustentarme nunca de nuevo en el amor
he sido toda ofrenda
un puro errar
de loba en el bosque
en la noche de los cuerpos
para decir la palabra inocente
10. Salvación
Salvación es un poema que no salva, sino que revela. Aquí, Alejandra Pizarnik despliega un escenario de desintegración que, curiosamente, se presenta como redención. La isla —símbolo clásico del refugio, de la soledad elegida— se fuga. Se escapa. Y con ella, todo lo que podía representar un lugar seguro. La muchacha, figura constante en su obra, no se queda quieta: vuelve a escalar el viento. Una acción inútil, absurda, hermosa. Porque en la poesía de Pizarnik, todo movimiento es resistencia.
El poema atraviesa símbolos como quien atraviesa una tormenta de espejos: fuego, carne, hoja, piedra… todos sometidos, todos perdidos, todos buscando sentido en un mundo que ya no promete nada. “Como el navegante en el horror de la civilización”: esa imagen lo dice todo. No hay lugar en el mundo para esta voz, salvo en el mismo acto de la caída. La noche no cubre: purifica. Y la purificación no es alivio, sino despojamiento.
Y entonces ocurre: la muchacha —esa criatura trágica, ese yo dividido— halla la máscara del infinito. No la cara, no la verdad, no el infinito mismo, sino su máscara. Porque eso es todo lo que queda cuando el lenguaje se agota. Pero esa máscara basta para romper el muro de la poesía. Y ese acto final, esa fractura, es lo más cercano que Pizarnik nos ofrece a una salvación: no la salvación del alma, ni del cuerpo, sino la del decir. Romper el muro. Hacer añicos el poema. Volver a escribir desde el polvo.
Salvación
Se fuga la isla.
Y la muchacha vuelve a escalar el viento
y a descubrir la muerte del pájaro profeta.
Ahora
es el fuego sometido.
Ahora
es la carne
..la hoja
..la piedra
perdidas en la fuente del tormento
como el navegante en el horror de la civilización
que purifica la caída de la noche.
Ahora
la muchacha halla la máscara del infinito
y rompe el muro de la poesía.
Alejandra Pizarnik no escribió para ofrecer respuestas ni consuelo. Escribió para que el lenguaje no la abandonara del todo. Y en ese gesto —a la vez íntimo y radical— nos dejó una obra que sigue viva, como una herida que no cierra pero enseña. Leer sus poemas es arriesgarse a no salir ileso. Es permitir que algo se desacomode por dentro. Que el yo tiemble. Que la voz tiemble. Que incluso el silencio tiemble.
En estos diez textos hay dolor, sí, pero también lucidez. Hay exilio, pero también búsqueda. Hay máscaras, pero también una sed desesperada de verdad. Y sobre todo, hay poesía de la que importa: esa que no intenta gustar, sino decir lo que no puede decirse de otra forma.
Porque al final, como escribió ella misma: “también este poema es posible que sea una trampa, un escenario más”. Y aun así —o por eso mismo— seguimos volviendo a su voz, una y otra vez, como quien busca una salvación que no salve, pero que al menos diga la verdad.
La mayoría de los textos fueron tomados de ediciones accesibles al público general. El cuadernillo de Material de Lectura de la UNAM, disponible en el portal oficial de la UNAM, ofrece una cuidada selección de poemas de Alejandra Pizarnik, acompañada de notas críticas.
También recurrimos al sitio Poesi.as, donde se encuentran versiones digitales de sus poemas, y al archivo abierto de Ciudad Seva.
Que belleza
Maravilloso!