10 poemas de Sylvia Plath que aún arden bajo la lengua
Una lectura crítica y feroz de poemas que no buscan consuelo, sino incendiarte un poco por dentro.
Sylvia Plath no escribió para decorar el lenguaje: escribió para que ardiera. Su poesía no busca el consuelo ni la belleza fácil; busca, con precisión quirúrgica, el punto exacto donde el dolor se convierte en lucidez. Leerla hoy, décadas después de su muerte, sigue siendo una experiencia peligrosa: uno entra por la literatura y sale con el corazón en la mano. Y eso, por supuesto, es parte del milagro.
Este no es un ranking, ni un homenaje, ni una guía de lectura para principiantes. Es un mapa de diez poemas que, leídos con calma o con fiebre, siguen latiendo bajo la piel. Algunos son íntimos como un susurro; otros, brutales como una confesión en voz alta. Todos, sin excepción, están escritos con una sinceridad que corta. Si Emily Dickinson escribía como quien cargaba dinamita envuelta en flores, Plath lo hacía con el fósforo encendido.
Aquí están: Carta de amor, La rival, Canción de amor de la joven loca, Espejo, Lady Lázaro, Ariel, Papá, Tulipanes, Canción de la mañana y El solicitante. Diez poemas que no buscan que los ames, sino que los escuches. Diez poemas que no han dejado de incendiar lectores. Diez formas de entrar en contacto con lo que Sylvia Plath tenía para decir… incluso cuando el mundo no quería escucharla.
1. Carta de amor
Carta de amor no es una carta ni es del todo amor: es una resurrección íntima narrada desde las ruinas. Sylvia Plath escribe desde el fondo de una tumba metafórica, no como quien regresa al mundo con alegría, sino como quien constata que estar viva es, a veces, la forma más sofisticada de estar muerta. La voz poética recuerda su tiempo en la piedra —literalmente, como roca negra, inerte— y describe su despertar como una alquimia imposible: la piedra que se convierte en nube, el dedo torcido que brota en rama, el yo que renace sin haberlo pedido.
La belleza del poema es glaciar: fría, luminosa, filosa. El lenguaje fluye como si no pasara por el cuerpo, sino por una especie de trance mineral. No hay metáforas sencillas ni emociones fáciles; hay imágenes densas, físicas, en constante transición. El cambio que provoca el “tú” —ese otro que no se nombra, pero que activa el milagro— no es solo emocional, es ontológico: el yo reaprende a ser cuerpo, a brotar, a flotar, a reconocerse.
Y sin embargo, a pesar del título, esto no es una súplica ni una confesión amorosa. Es el testimonio lírico de una transmutación: el regreso del alma a un mundo que aún no ha aprendido a habitar. Plath, como siempre, no escribe para consolar; escribe para decir lo indecible con una exactitud brutal. Este poema es un milagro sin evangelio. Un renacimiento sin promesa.
Carta de amor
No es fácil decir lo que cambiaste.
Si ahora estoy viva, entonces estuve muerta,
aunque, como piedra, no me molestaba,
quieta, obedeciendo al hábito.
No es que me arrastraras apenas un poco—no.
Ni que dejaras que mi pequeño ojo calvo
mirara al cielo otra vez, sin esperanza, claro,
de comprender el azul, o las estrellas.
No fue eso. Dormía, digamos: una serpiente
oculta entre rocas negras como roca negra,
en la pausa blanca del invierno—
como mis vecinos, sin gozo alguno
ante el millón de mejillas esculpidas
que caían, momento a momento, para derretir
mis mejillas de basalto. Se volvían lágrimas,
ángeles llorando por naturalezas apagadas,
pero no me conmovían. Esas lágrimas se helaban.
Cada cabeza muerta llevaba un visor de hielo.
Y yo dormía como un dedo torcido.
Lo primero que fui fue aire puro
y gotas encerradas elevándose en rocío,
límpidas como espíritus. Había muchas piedras
densas e inexpresivas a mi alrededor.
No sabía qué pensar.
Brillaba, escamosa como ratón, y me abría
para verterme como un fluido
entre patas de pájaro y tallos de plantas.
No me engañé. Te reconocí al instante.
Árbol y piedra resplandecían, sin sombra.
Mi dedo crecía translúcido como vidrio.
Empecé a brotar como rama de marzo:
un brazo, una pierna, un brazo, una pierna.
De piedra a nube, así ascendí.
Ahora me parezco a una especie de dios
flotando en el aire en mi mudanza del alma,
pura como un cristal de hielo. Es un regalo.
2. La rival
La rival es el poema donde Plath se quita los guantes y se sienta frente a su enemiga con una copa de veneno en la mano —y una sonrisa. No hay gritos, no hay escándalo. Solo una calma radiactiva. La otra, esa mujer que parece haber sido esculpida por la luna misma, no necesita atacar: su sola existencia es una agresión estética, una piedra en la garganta del yo poético. Es bella, sí, pero como lo es una tormenta vista desde una ventana a punto de romperse.
El tono del poema es de bisturí sin anestesia. Hay sarcasmo, sí, pero también una especie de fascinación aterradora. La rival no solo es competencia amorosa: es entidad simbólica, estatua griega con útero helado. Camina por el mundo dejando a su paso silencio, mármol y cartas vacías que huelen a amenaza. Y aún así, piensa en la hablante. Porque el odio, cuando está bien cocido, se convierte en correspondencia diaria.
Plath no pide justicia. No busca redención. Simplemente observa y nombra. “Despierto en un mausoleo”, dice, y entendemos que el amor ha sido reemplazado por arquitectura mortuoria. Lo que fue pasión ahora es geometría blanca, frío pulido. Y ahí, entre mármol y humo de cigarro, la otra sonríe. Porque en este poema, el infierno no es el abandono. Es la elegancia de quien te reemplaza sin despeinarse.
La Rival
Si la luna sonriera, se parecería a ti.
Dejas la misma impresión:
algo hermoso, pero que arrasa.
Ambas son grandes ladronas de luz.
Su boca redonda gime por el mundo; la tuya, impasible.
Y tu primer don es volver todo piedra.
Despierto en un mausoleo; estás aquí,
golpeteando los dedos sobre la mesa de mármol, buscando cigarrillos,
maliciosa como una mujer, pero sin tanto nervio,
y muriéndote de ganas por decir algo irrefutable.
La luna también maltrata a sus súbditos,
pero de día da risa.
Tus descontentos, en cambio,
llegan por la ranura del correo con amorosa puntualidad,
blancos, vacíos, expansivos como monóxido de carbono.
Ningún día está a salvo de noticias tuyas,
caminando tal vez por África, pero pensando en mí.
3. Canción de amor de la joven loca
Este poema es una caja de música averiada: repite su melodía hasta que la ternura se convierte en amenaza. Cada vez que la voz dice "Cierro los ojos y el mundo entero se derrumba", no está exagerando: está resumiendo lo que es amar con una intensidad que ya no cabe en el cuerpo. Plath compone aquí un vals para una sola bailarina, atrapada en una habitación que colapsa cada vez que parpadea. El “tú” al que se dirige —ese amante hechicero, ausente, quizás inexistente— no es solo un recuerdo: es un delirio que se volvió sistema operativo del alma.
La estructura es cíclica, obsesiva, como el pensamiento de alguien que ha dejado de distinguir entre deseo, sueño y fiebre. Y ese es justamente el núcleo del poema: la confusión entre lo real y lo inventado. Creo que te inventé dentro de mi cabeza es una línea que podría firmar cualquier ser humano que haya amado demasiado, demasiado pronto o demasiado solo. El poema no es solo sobre pérdida, es sobre el vacío que deja amar a alguien que, tal vez, nunca estuvo ahí.
Y sin embargo, hay belleza. En los colores, en la imagen de los pájaros trueno, en la aparición y caída de dioses y demonios como si fueran personajes de una ópera escrita a las tres de la mañana. Este poema no busca respuestas, solo la dignidad de enunciar la locura sin pedir perdón. Es la carta que dejas en el buzón sabiendo que nadie va a leerla, pero que necesitabas escribir para no desaparecer tú también.
Canción de amor de la joven loca
Cierro los ojos y el mundo entero se derrumba;
abro los párpados y todo nace de nuevo.
(Creo que te inventé dentro de mi cabeza.)
Las estrellas se van de vals en rojo y azul,
y una negrura arbitraria galopa:
cierro los ojos y el mundo entero se derrumba.
Soñé que me embrujabas en la cama
y me cantabas lunática, me besabas hasta la locura.
(Creo que te inventé dentro de mi cabeza.)
Dios cae del cielo, el fuego del infierno se apaga:
salen los serafines y los hombres de Satán:
cierro los ojos y el mundo entero se derrumba.
Imaginé que volverías, como dijiste,
pero envejezco y olvido tu nombre.
(Creo que te inventé dentro de mi cabeza.)
Debí haber amado a un pájaro trueno en su lugar;
al menos cuando llega la primavera, rugen de vuelta.
Cierro los ojos y el mundo entero se derrumba.
(Creo que te inventé dentro de mi cabeza.)
4. Espejo
Espejo es un poema sin piel. Es la voz de la objetividad convertida en amenaza, del reflejo vuelto oráculo. Plath se pone en la mente —si es que tal cosa existe— de un espejo que no juzga, pero que al hacerlo todo visible, se convierte en juez supremo. “No soy cruel, solo sincero”, dice el poema, y ese es quizá el verso más cruel de todos. Porque no hay mayor tortura que enfrentarse cada día a lo que somos sin filtros, sin sombras piadosas, sin mentiras necesarias.
La transformación del espejo en lago no es un giro decorativo: es un descenso. El agua profunda sustituye a la superficie lisa. Y en ese fondo líquido, una mujer —cualquier mujer, todas las mujeres— busca lo que fue, lo que queda, lo que ya no volverá. Ha ahogado a una niña, dice Plath, y lo hace con la misma naturalidad con la que otros describen su rutina matutina. Cada mañana, lo que sube del agua no es un rostro, sino una criatura más cercana al espanto que a la juventud. Un pez terrible. La vejez, la pérdida, la identidad: todo está contenido en esa imagen brutal y silenciosa.
Este poema es el retrato no del paso del tiempo, sino de su efecto acumulado en el alma. No hay clímax ni redención. Solo una repetición diaria de la misma escena: una mujer frente al espejo, sin escapatoria, esperando —quién sabe— que un día el reflejo le mienta. Pero no. El espejo es exacto. Y por eso duele.
Espejo
Soy de plata y exacto. No tengo prejuicios.
Todo lo que veo lo devoro de inmediato
tal como es, sin empañarse por amor o rechazo.
No soy cruel, solo sincero—
el ojo de un pequeño dios, de cuatro esquinas.
La mayor parte del tiempo medito en la pared opuesta.
Es rosada, con motas. La he mirado tanto
que creo que es parte de mi corazón. Pero parpadea.
Los rostros y la oscuridad nos separan una y otra vez.
Ahora soy un lago. Una mujer se inclina sobre mí,
buscando en mis fondos lo que realmente es.
Luego se vuelve hacia esos mentirosos, las velas o la luna.
Veo su espalda y la reflejo con fidelidad.
Ella me recompensa con lágrimas y un agitar de manos.
Soy importante para ella. Viene y se va.
Cada mañana es su rostro el que reemplaza la oscuridad.
En mí ha ahogado a una niña, y en mí una anciana
asciende hacia su día una y otra vez, como un pez terrible.
5. Lady Lázaro
Lady Lázaro no es un poema: es un acto en tres tiempos con una mujer resucitada como espectáculo, víctima, y vengadora. Es Sylvia Plath dándose a sí misma el papel de mártir posmoderna, de freak de circo, de diosa art-decó que se niega a morir discretamente. Morir es un arte, dice, y lo hace sonar como si estuviera hablando de bordado, o taxidermia. Pero no hay ternura en su voz, solo filo. Aquí la muerte se repite como un número de magia sangriento —y la audiencia paga entrada.
El poema está atravesado por referencias al Holocausto que incomodan y provocan: no son decorado, son herida. La piel como pantalla de lámpara nazi, el rostro como tela judía, los gusanos como perlas. Plath convierte su cuerpo en territorio de guerra histórica, en artefacto cultural, en mercancía. Y el sistema que mira —ese “Herr Doctor”, ese “Herr Enemigo”— no es un personaje individual, sino el patriarcado clínico, el espectador morboso, el amante indiferente, el lector. Todos nosotros.
Y sin embargo, Lady Lázaro no se ofrece como víctima pasiva. El poema es un striptease macabro, sí, pero uno con dinamita bajo la falda. Cada estrofa es una bofetada con rímel. Al final, Plath se levanta de sus propias cenizas, no como ave fénix, sino como dragón. Con el pelo rojo y la boca abierta. “Devoro hombres como el aire”, dice, y no es una metáfora: es una sentencia. Este poema no busca piedad. Busca venganza lírica. Y la consigue.
Lady Lázaro
Lo he hecho otra vez.
Una vez cada diez años
lo consigo—
Una especie de milagro andante, mi piel
brilla como una pantalla de lámpara nazi,
mi pie derecho
un pisapapeles,
mi rostro, una fina y lisa
tela judía.
Arráncame la servilleta,
oh, mi enemigo.
¿Te doy miedo?—
¿La nariz, las cuencas, la dentadura completa?
El aliento agrio
desaparecerá en un día.
Pronto, pronto la carne
que devoró la cueva tumba
se sentirá en casa sobre mí
y yo, una mujer sonriente.
Tengo apenas treinta.
Y como el gato, tengo nueve vidas para morir.
Esta es la Número Tres.
Qué desperdicio
aniquilarse cada década.
Qué millón de filamentos.
La multitud que cruje maní
se empuja para ver
cómo me desenvuelven pies y manos——
El gran striptease.
Damas, caballeros:
Estas son mis manos,
mis rodillas.
Puedo ser puro hueso y piel,
pero sigo siendo la misma mujer, idéntica.
La primera vez ocurrió a los diez.
Fue un accidente.
La segunda vez quise
resistir, no volver en absoluto.
Me cerré como
una concha de mar.
Tuvieron que llamarme y llamarme
y arrancarme los gusanos como perlas pegajosas.
Morir
es un arte, como todo.
Y yo lo hago de maravilla.
Lo hago para que se sienta como el infierno.
Lo hago para que se sienta real.
Podría decirse que tengo talento.
Es fácil hacerlo en una celda.
Es fácil hacerlo y quedarse quieta.
Lo difícil es
el regreso teatral,
a plena luz,
al mismo lugar, la misma cara, el mismo bruto
gritando divertido:
“¡Un milagro!”
Eso me tumba.
Hay un precio
por mirar mis cicatrices, hay un precio
por escuchar mi corazón——
de verdad late.
Y hay un precio, un precio muy alto,
por una palabra o un roce,
o una gota de sangre,
o un mechón de cabello, o un trozo de mi ropa.
Así que, Herr Doctor.
Así, Herr Enemigo.
Soy tu opus,
soy tu valiosa,
la niñita de oro puro
que se derrite en un grito.
Giro y ardo.
No creas que subestimo tu noble preocupación.
Ceniza, ceniza—
Hurgas y revuelves.
Carne, hueso, ya no queda nada—
Una pastilla de jabón,
un anillo de bodas,
una incrustación de oro.
Herr Dios, Herr Lucifer,
cuidado,
cuidado.
Desde la ceniza
me alzo con mi cabellera roja
y devoro hombres como el aire.
6. Ariel
Ariel es una ráfaga. Una caída al vacío que sube. Un poema que no puede leerse sentado. Desde el primer verso —“Estasis en la oscuridad”— Plath nos mete en una tensión sostenida que dura exactamente lo que dura un salto sin red. Lo que sigue es movimiento puro: el yo se monta en algo más fuerte que ella (¿un caballo? ¿una fuerza interna? ¿el lenguaje mismo?) y cabalga hacia un final que no es muerte, pero tampoco vida. Es un poema de trance, de fusión, de evaporación.
El lenguaje se descompone en imágenes que se rozan como cuerpos al galope: piernas, cabellos, moras sangrantes, escamas, trigo, flecha, rocío. Cada palabra parece escrita en el aire, y sin embargo cae con peso. Hay algo místico en esa “Leona de Dios”, algo bíblico y pagano a la vez, como si la mujer que escribe estuviera entrando en combustión espiritual mientras atraviesa un campo al amanecer. Pero no hay redención. Solo impulso.
Ariel es suicidio sin tristeza, es libertad que quema. El yo poético no se quiebra: se disuelve. Se convierte en flecha, en rocío, en gesto. El llanto del niño se borra, el cuerpo se desenvuelve como una Godiva blanca y espectral, y lo único que queda es el acto de lanzarse, de perder forma, de incendiarse contra “el ojo rojo” —la última imagen, el sol, el abismo, o todo a la vez.
Este poema no se entiende: se sobrevive.
Ariel
Estasis en la oscuridad.
Luego el azul sin sustancia
Derramado desde riscos y distancias.
Leona de Dios,
¡Cómo nos fundimos en una!
Giro de talones y rodillas—¡el surco
se abre y pasa, hermana
del arco marrón
del cuello que no alcanzo!
Ojo negro
moras que lanzan
ganchos oscuros—
Bocados de sangre negra y dulce,
Sombras.
Algo más
me arrastra por el aire—
muslos, cabello;
escamas que caen de mis talones.
Blanca
Godiva, me desenvuelvo—
manos muertas, rigideces muertas.
Y ahora yo
espumo hacia el trigo, un destello de mares.
El llanto del niño
se disuelve en la pared.
Y yo
soy la flecha,
el rocío que vuela
suicida, fundido con el impulso
hacia el ojo rojo,
el caldero de la mañana.
7. Tulipanes
Tulipanes es un poema que huele a desinfectante, que habla con voz de hospital y sueña con desaparecer. Sylvia Plath convierte la habitación blanca de una clínica en un escenario metafísico, donde el yo poético ya no quiere ser sujeto, sino objeto: una piedra, una hoja, una ausencia ordenada. Al principio, la calma es perfecta. Las enfermeras son gaviotas intercambiables. La cama es un útero estéril. El cuerpo ha sido entregado, segmentado, anestesiado. Todo está en paz, todo está en pausa. Y entonces... llegan los tulipanes.
Esos tulipanes rojos —demasiado rojos— irrumpen como intrusos en un funeral privado. Son vida, pero de la clase que incomoda. De la que recuerda que sentir es sufrir. Los tulipanes son una especie de bomba floral: invaden, respiran, pesan. Hacen ruido. Alteran el aire y perturban esa quietud postoperatoria que Plath pinta como el paraíso blanco del olvido. Los tulipanes no son flores: son testigos. Y más aún, son jueces. Miran. Exigen. Te devuelven a la conciencia de estar viva, incluso cuando no quieres.
La genialidad del poema está en su reverso: es un canto a la muerte envuelto en el lenguaje de la salud. La protagonista no está muriendo, está recuperándose. Pero es precisamente esa recuperación lo que duele. El yo quiere desaparecer, pero la biología insiste. Las paredes se calientan. El corazón se siente. El mar regresa en el agua tibia. Tulipanes es la historia de un alma que pide silencio y recibe flores. Es la prueba de que lo más brutal puede venir en papel celofán.
Tulipanes
Los tulipanes se alteran con demasiada facilidad, y aquí es invierno.
Mira cuán blanco está todo, qué callado, qué sepultado en nieve.
Estoy aprendiendo la paz, acostada sola en silencio,
como la luz reposa sobre estas paredes blancas, esta cama, estas manos.
No soy nadie; no tengo nada que ver con explosiones.
He entregado mi nombre y mi ropa diaria a las enfermeras,
mi historia al anestesista y mi cuerpo a los cirujanos.
Han acomodado mi cabeza entre la almohada y el pliegue de la sábana
como un ojo entre dos párpados blancos que no se cierran.
Pupila tonta, tiene que absorberlo todo.
Las enfermeras pasan y pasan, no molestan,
pasan como gaviotas volando tierra adentro con sus gorros blancos,
haciendo cosas con las manos, una igual a la otra,
tanto que es imposible saber cuántas hay.
Mi cuerpo es un guijarro para ellas, lo cuidan como el agua
cuida las piedras que debe pasar por encima, alisándolas suavemente.
Me traen entumecimiento en sus agujas brillantes, me traen sueño.
Ahora que me he perdido, estoy harta del equipaje——
mi valijita de charol como una cajita negra de píldoras,
mi esposo y mi hijo sonriendo desde la foto familiar;
sus sonrisas se enganchan a mi piel, pequeños anzuelos sonrientes.
He dejado que todo se deslice, como un viejo carguero de treinta años
aferrado con terquedad a mi nombre y dirección.
Me han limpiado de todas mis asociaciones amorosas.
Asustada y desnuda en la camilla con almohadas de plástico verde,
vi hundirse mi juego de té, mis cajones de lino, mis libros,
desaparecer bajo el agua, y el agua pasar sobre mi cabeza.
Ahora soy una monja, nunca he sido tan pura.
No quería flores, solo quería
acostarme con las manos abiertas y estar completamente vacía.
Qué libre se siente, no tienes idea de cuán libre——
la paz es tan vasta que aturde,
y no pide nada, una plaquita con mi nombre, algunos adornos.
Es lo que los muertos encuentran al fin; me los imagino
cerrando la boca sobre ello, como una hostia de comunión.
Los tulipanes son demasiado rojos desde el principio, me lastiman.
Incluso a través del papel de regalo los oía respirar
ligeramente, bajo sus vendas blancas, como un bebé terrible.
Su rojo habla a mi herida, le responde.
Son sutiles: parecen flotar, aunque me pesan,
me alteran con sus lenguas súbitas y su color,
una docena de pesas de plomo rojo atadas a mi cuello.
Nadie me observaba antes, ahora sí.
Los tulipanes me miran, y también la ventana detrás de mí
donde una vez al día la luz se ensancha y se afina lentamente,
y me veo a mí misma, plana, ridícula, una sombra de papel recortado
entre el ojo del sol y los ojos de los tulipanes,
y no tengo rostro, he querido borrarme.
Los tulipanes vivos devoran mi oxígeno.
Antes de que llegaran, el aire era lo bastante calmo,
entrando y saliendo, aliento por aliento, sin alboroto.
Entonces los tulipanes lo llenaron como un estruendo.
Ahora el aire se arremolina a su alrededor como un río
que se enreda en un motor oxidado y hundido.
Concentran mi atención, que antes era feliz
jugando y descansando sin comprometerse.
Las paredes, también, parecen estarse calentando.
Los tulipanes deberían estar enjaulados como animales peligrosos;
se abren como la boca de algún gran felino africano,
y me doy cuenta de mi corazón: se abre y se cierra
su cuenco de flores rojas por puro amor a mí.
El agua que pruebo es cálida y salada, como el mar,
y viene de un país tan lejano como la salud.
8. Papá
Papá es una demolición lírica. Un poema que entra en la casa de la figura paterna —muerta, ausente, omnipotente— no para hacer las paces, sino para volarla por los aires. Plath le canta a su padre como quien le grita a una tumba con dinamita en la voz. “He tenido que matarte”, dice, y no es una metáfora doméstica. Es la confesión de alguien que ha vivido oprimida bajo una sombra tan grande que ni la muerte pudo diluirla.
El lenguaje del poema es violento, incendiario, cargado de símbolos que incomodan —nazismo, antisemitismo, muerte, opresión— pero que están lejos de ser gratuitos. Plath mezcla su biografía con la historia del siglo en una alquimia radical. El padre muerto no es solo un individuo: es un sistema, una maquinaria, un monstruo ideológico incrustado en su psique. El poema no busca justicia. Busca aniquilación.
Y sin embargo, en medio de esta diatriba feroz, hay un dolor infantil que sangra bajo cada línea. “Tenía diez cuando te enterraron”, dice, y ese “ich, ich, ich” del principio no es solo una traba lingüística, es una niña que no sabe cómo decir “yo” en ninguna lengua. El poema funciona como un exorcismo emocional y también como una performance de ruptura: la hija que ha dejado de rezar para empezar a escribir. Y escribe con furia, con talento quirúrgico, con toda la potencia que da el amor traicionado.
Al final, Papá no es una carta de odio. Es una carta de liberación escrita desde una herida abierta. Es Plath diciendo “se acabó” y enterrando de una vez al padre simbólico que aún la acechaba desde los rincones de la lengua, la historia y la sangre. Un poema brutal, sí. Pero también necesario.
Nota: Este poema incorpora fragmentos en alemán (Ach, du, Ich, ich, ich, Luftwaffe) que no han sido traducidos en esta edición porque forman parte del núcleo simbólico y emocional del texto. Para Plath, el alemán no es solo una lengua extranjera: es un código de poder, de violencia y de incomunicación.
La hablante no puede pronunciar el “yo” (ich) sin trabarse, sin enredarse en el cerco de púas de la lengua del padre. Dejar estas frases en su idioma original preserva esa tensión fonética y simbólica, y acentúa la dualidad entre pertenencia e imposibilidad de diálogo.
Papá
Ya no sirves, ya no sirves.
Zapato negro
en el que viví como un pie
durante treinta años, pobre y blanca,
apenas atreviéndome a respirar o a estornudar.
Papá, he tenido que matarte.
Moriste antes de que pudiera——
Pesado como mármol, una bolsa llena de Dios,
estatua espantosa con un dedo gris
grande como una foca de Frisco,
y una cabeza en el Atlántico grotesco
donde el agua se derrama verde como porotos sobre azul,
frente a las costas de la hermosa Nauset.
Solía rezar para recuperarte.
Ach, du.
En lengua alemana, en un pueblo polaco
arrasado por el rodillo
de guerras, guerras, guerras.
Pero el nombre del pueblo es común.
Mi amigo polaco
dice que hay una docena o dos.
Así que nunca pude saber dónde
pusiste el pie, tu raíz,
nunca pude hablar contigo.
La lengua se me atascaba en la mandíbula.
Se atascaba en un cerco de púas.
Ich, ich, ich, ich,
apenas podía hablar.
Pensaba que cada alemán eras tú.
Y que tu lengua era obscena,
un motor, un motor
llevándome a soplidos como a un judío.
Un judío a Dachau, Auschwitz, Belsen.
Empecé a hablar como un judío.
Creo que puedo ser judía.
Las nieves del Tirol, la cerveza clara de Viena
no son tan puras ni tan limpias.
Con mi ancestro gitano y mi suerte extraña,
y mi mazo de Taroc, y mi mazo de Taroc,
puede que yo sea un poco judía.
Siempre te tuve miedo,
con tu Luftwaffe, tu jerigonza.
Y tu bigote prolijo
y tu ojo ario, azul brillante.
Hombre-panzer, hombre-panzer, oh tú—
No Dios sino una esvástica
tan negra que no deja pasar ni un cielo.
Cada mujer adora a un fascista,
la bota en la cara, el bruto,
el bruto corazón de un bruto como tú.
Estás frente al pizarrón, papá,
en la foto que tengo de ti,
una hendidura en la barbilla en lugar de un pie——
pero no por eso menos demonio, no,
ni menos el hombre negro que
mordió mi lindo corazón rojo en dos.
Tenía diez cuando te enterraron.
A los veinte intenté morir
y volver, volver, volver contigo.
Pensé que incluso los huesos servirían.
Pero me sacaron del saco,
me pegaron con pegamento.
Y entonces supe qué hacer.
Hice un modelo de ti,
un hombre de negro con cara de Mein Kampf
y amor por la picana y el torno.
Y dije “sí, quiero”, “sí, quiero”.
Así que papá, al fin terminé.
El teléfono negro está cortado de raíz,
las voces ya no pueden arrastrarse dentro.
Si he matado a un hombre, he matado a dos—
al vampiro que decía ser tú
y bebió mi sangre por un año,
siete años, si quieres saber.
Papá, ya puedes recostarte.
Hay una estaca en tu gordo corazón negro
y a los aldeanos nunca les caíste bien.
Bailan y te pisan.
Siempre supieron que eras tú.
Papá, papá, cabrón, se acabó.
9. Canción de la mañana
Canción de la mañana es la antítesis del poema materno idealizado. Aquí no hay lágrimas de felicidad ni arpas invisibles celebrando el milagro de la vida. Lo que hay es una mujer desconcertada ante la llegada de una criatura que ha irrumpido en su mundo como una fuerza natural, impersonal, casi cósmica. “El amor te puso en marcha como un reloj de oro macizo” —así empieza— y ya desde ahí se intuye lo que vendrá: precisión, distancia, una belleza inquietante.
El bebé es descrito como una estatua, como una figura de museo, como algo que no pertenece del todo al mundo humano. Su llegada no es un evento íntimo, sino sísmico. La madre —la hablante— no se reconoce en ese rol. Se compara con una nube que destila su reflejo: una figura transitoria, borrada, exhausta. El poema se mueve en un vaivén entre la ternura y la alienación, entre la vigilia insomne y el deseo de comprender qué es lo que ha nacido, no solo físicamente, sino dentro de ella.
El lenguaje de Plath aquí es extraordinario: limpio, delicado, inquietante. Todo vibra: el aliento del bebé como el aleteo de una polilla, la madre pesada como una vaca floral, el amanecer que borra las estrellas. Pero lo más impactante es cómo convierte el primer llanto —esas “vocales claras” que se elevan como globos— en un acto poético que no es redención, pero sí revelación. Canción de la mañana no celebra la maternidad: la examina. La registra como un sismo emocional, y lo hace sin filtros. Como debe ser.
Canción de la mañana
El amor te puso en marcha como un reloj de oro macizo.
La partera te golpeó las plantas de los pies, y tu llanto calvo
tomó su lugar entre los elementos.
Nuestras voces resuenan, magnificando tu llegada. Nueva estatua.
En un museo con corrientes de aire, tu desnudez
arroja sombras sobre nuestra seguridad. Nos quedamos alrededor, blancos como paredes.
No soy más tu madre
que la nube que destila un espejo para reflejar su propia lenta
borradura a manos del viento.
Toda la noche tu aliento de polilla
titila entre las rosas planas y rosadas. Me despierto para oír:
un mar lejano se mueve en mi oído.
Un solo llanto, y tropiezo fuera de la cama, pesada como una vaca y floral
en mi camisón victoriano.
Tu boca se abre limpia como la de un gato. El cuadro de la ventana
se blanquea y traga sus estrellas apagadas. Y ahora intentas
tu puñado de notas;
las vocales claras se elevan como globos.
10. El Solicitante
El Solicitante es un interrogatorio a puerta cerrada, una entrevista de trabajo para entrar al contrato más viejo del mundo: el matrimonio. Pero no el matrimonio como alianza entre iguales, sino como transacción disfrazada de amor, como sistema de consumo donde el yo masculino debe ser reparado y la mujer viene incluida como “solución integral”. Plath adopta aquí una voz burlona, mecánica, sin rostro. El poema es una parodia, pero también una amenaza.
Desde el primer verso —“Primero: ¿eres de los nuestros?”— se instala el tono inquisitivo. Lo que sigue es una lista de piezas corporales faltantes, como si el solicitante fuera una máquina a medio armar. Y lo es. Porque en este poema, todos somos productos. El sujeto busca algo que le falta, y la institución se lo ofrece: una mujer perfectamente funcional, garantizada, que sabrá hablar, cocinar, y cerrarle los ojos con ternura cuando muera. Es el paquete completo. ¿Te casarías con ella?
Plath no escribe desde la amargura, sino desde la sátira quirúrgica. Todo en este poema está calibrado para incomodar: la voz institucional que no deja espacio para la duda, el cuerpo femenino convertido en prótesis emocional, y el traje negro que sirve tanto para casarse como para ser enterrado. El yo poético ha desaparecido. Lo que queda es un diálogo distorsionado entre el marketing y la obediencia.
El Solicitante es Sylvia Plath en modo fabricante de espejos deformantes. El lector entra pensando que escucha una ceremonia y sale con la sospecha de haber firmado un contrato sin leer la letra chica. Irónico, lúcido, brutal. Una muñeca viviente en el escaparate del mundo moderno.
El Solicitante
Primero: ¿eres de los nuestros?
¿Usas
un ojo de vidrio, dientes postizos o muletas,
un corsé o un gancho,
senos de goma o entrepierna de goma,
puntos de sutura que revelan algo faltante? ¿No? ¿No? Entonces
¿cómo podemos darte algo?
Deja de llorar.
Abre la mano.
¿Vacía? Vacía. Aquí tienes una mano
para llenarla, dispuesta
a traer tacitas de té, aliviar tus jaquecas
y hacer lo que le pidas.
¿Te casarías con ella?
Está garantizada
para cerrarte los ojos con el pulgar al final
y disolverse de pena.
Hacemos nuevas existencias con la sal.
Veo que estás completamente desnudo.
¿Qué te parece este traje—
negro y rígido, pero no te queda mal?
¿Te casarías con él?
Es impermeable, irrompible,
a prueba de fuego y de bombas que caen por el techo.
Créeme, te enterrarán con él.
Ahora tu cabeza, perdona, está vacía.
Yo tengo el ticket para eso.
Ven aquí, dulzura, sal del clóset.
Bueno, ¿qué opinas de esto?
Desnuda como papel al principio,
pero en veinticinco años será de plata,
en cincuenta, de oro.
Una muñeca viviente, mires donde mires.
Sabe coser, sabe cocinar,
sabe hablar, hablar, hablar.
Funciona, no tiene nada malo.
Tienes un hueco, es una cataplasma.
Tienes un ojo, es una imagen.
Chico, es tu última opción.
¿Te casarías con ella, te casarías, te casarías?
La mayoría de los textos utilizados en este artículo provienen de ediciones accesibles al público general. La base principal fueron las traducciones disponibles en Ciudad Seva, una de las bibliotecas digitales más completas de poesía en español, y las versiones originales alojadas en Poetry Foundation, portal de referencia para la obra en inglés de Sylvia Plath. También recurrimos a publicaciones editoriales y medios como Hoy es Arte y All Poetry, donde pueden encontrarse algunos de estos poemas en traducción libre o en su idioma original.
No se trata de traducciones canónicas ni definitivas. Como todo cuerpo vivo, la obra de Plath sigue transformándose con cada lector, cada lengua, cada época. Pero incluso a través de estas versiones abiertas —a veces precarias, otras muy logradas— la voz de Sylvia atraviesa con la misma claridad afilada de siempre.
Sylvia Plath no necesitó una obra vasta para convertirse en una de las voces más intensas y necesarias del siglo XX. Su poesía no envejece porque nunca intentó ser “actual”: fue verdad desde el origen. En cada poema hay una operación a corazón abierto, una mirada sin anestesia sobre la maternidad, el deseo, el cuerpo, el lenguaje, el amor como campo de batalla. Pero no hay victimismo. Hay inteligencia. Hay control. Y, sí, hay furia.
Quienes siguen reduciendo su legado a la imagen de la poeta trágica en la cocina con gas, no han entendido nada. Plath no se apagó: estalló. Y lo hizo en versos donde cada palabra parece haber sido escogida con pinzas, como si de su precisión dependiera la vida. Tal vez así fue.
Leerla es un acto de riesgo. Pero también, de revelación.