Reseña: El Maestro y Margarita de Mijaíl Bulgákov
Cuando el Diablo se cansó del Infierno y se mudó a Moscú
Imagina que Satán decide tomarse unas vacaciones. No a Ibiza, no a Cancún, sino a Moscú. Y no una Moscú de samovares y balalaikas, sino la Moscú de los años 30: gris, paranoica, con un sistema tan absurdo que haría llorar de risa a Kafka si no fuera tan trágico. Así comienza El Maestro y Margarita, una novela que no es una novela sino una explosión metafísica disfrazada de sátira.
Mijaíl Bulgákov, su autor, era un médico que decidió que la vida era demasiado patológica para curarla con medicina, y se pasó a la literatura. El problema fue que vivía en la Unión Soviética, donde escribir era un deporte de alto riesgo. Bulgákov escribió esta obra entre 1928 y 1940, sabiendo perfectamente que no iba a ver la luz en vida. Y no la vio.
Murió en 1940, probablemente convencido de que su mejor obra quedaría enterrada junto con él. Spoiler: no fue así.
El argumento (más o menos)
El Maestro y Margarita es muchas cosas al mismo tiempo. Es una novela sobre la visita del Diablo, bajo el alias elegante de Woland, a la capital soviética. Es también una historia de amor entre un escritor anónimo —el Maestro— y una mujer que literalmente hace un pacto con las tinieblas para salvarlo. Y es, además, una reescritura evangélica centrada en la figura de Poncio Pilato y su atormentada relación con un tal Yeshúa Ha-Notsrí.
¿Enredado? Claro. Pero Bulgákov no tenía tiempo para linealidades. Sus capítulos brincan entre el Moscú estalinista, la Jerusalén bíblica y escenas oníricas donde brujas vuelan desnudas, gatos parlantes beben vodka y los teatros se llenan de billetes que luego se convierten en papel higiénico.
Bulgákov, enemigo de la cordura estatal
Lo que hace que esta novela no sea solo un circo de maravillas sino una crítica feroz es su contexto. Woland y su pandilla no destruyen Moscú: solo le quitan la máscara. El Diablo no castiga al inocente, sino al hipócrita. Los burócratas corruptos, los escritores vendidos, los arribistas sin alma... todos caen ante la risa sardónica del inframundo. Es como si Bulgákov dijera: “El infierno ya está aquí. Nosotros solo le dimos una oficina y un sello oficial.”
Hay un sarcasmo profundo en cada línea. La censura, claro, no podía tolerarlo. Pero también hay compasión: por los que aman, por los que dudan, por los que escriben aunque nadie los lea.
Fantasía como única forma de decir la verdad
En el Moscú de los años treinta, decir la verdad podía costarte la vida o, peor aún, la cordura. En ese contexto, el realismo era una trampa: retratar la realidad con fidelidad implicaba una forma de traición al poder. Por eso Bulgákov elige el delirio. ¿Quién podría acusar de subversión a una novela donde un gato se emborracha y dispara con pistolas? Es la jugada maestra del bufón que dice las verdades más brutales porque las dice disfrazadas de chiste.
La fantasía en El Maestro y Margarita no es solo un recurso estético; es un modo de conocimiento. Es el lente a través del cual se revela la hipocresía de la vida cotidiana, el vacío ritual de la burocracia, la cobardía disfrazada de decoro. Si el mundo se ha vuelto absurdo, la única forma de narrarlo con sinceridad es desde la locura lúcida. Bulgákov, como Cervantes o Swift antes que él, entendió que el que delira no es quien está loco, sino quien se atreve a mirar la realidad sin anestesia.
La novela crea un espacio donde lo imposible no solo es posible, sino necesario. Margarita vuela desnuda por la ciudad, no por erotismo gratuito, sino porque es la única forma de liberar su voluntad. Woland, con toda su teatralidad infernal, no viene a castigar, sino a equilibrar el cosmos. Y ese equilibrio solo puede alcanzarse cuando la razón cede un poco de terreno a la magia.
Personajes con más vida que los vivos
Woland no es el Diablo de la iconografía cristiana, sino una figura ambigua, casi burocrática, que aplica justicia donde la justicia oficial ha desaparecido. Es un Nietzsche con capa negra, un auditor cósmico que no tiene interés en las almas, sino en el orden moral del universo. Es perturbador no porque sea malvado, sino porque es justo en un mundo donde la justicia se volvió una superstición.
Margarita, por su parte, rompe todos los moldes. No es la musa pasiva del escritor atormentado: es una figura dionisíaca que se lanza al abismo con los ojos abiertos. Su pacto con Woland no es una caída, sino una ascensión: renuncia a su vida convencional, a su rol social, para asumir una libertad peligrosa pero auténtica. Su travesía la convierte en la única figura verdaderamente libre del libro, y quizás en una de las pocas mujeres en la literatura rusa que no están al servicio de la culpa o del sacrificio.
El Maestro es otra historia. Él representa al creador quebrado, al escritor que ha sido vencido por la indiferencia, por la crítica feroz, por el miedo. Su novela sobre Poncio Pilato es su redención y su condena. No puede dejar de escribir, pero escribir lo destruye. Bulgákov proyecta en él sus propias batallas con la censura y con su identidad como autor. Y Behemot… bueno, Behemot es el caos en su forma más encantadora. Un gato demoníaco que habla, se ríe, se emborracha y hace explotar cosas. ¿Cómo no adorarlo? Es el bufón que dice lo que todos piensan pero nadie se atreve a pronunciar.
Estilo y estructura: un caos luminoso
Bulgákov no construyó una novela: liberó una criatura. El texto se mueve con una lógica que es más musical que narrativa, alternando entre escenas cómicas, filosóficas, líricas y profundamente trágicas. Es como si cada capítulo obedeciera a un tono emocional distinto, como si cada parte del libro estuviera escrita bajo un hechizo diferente. Y sin embargo, la totalidad vibra con una coherencia que no se puede explicar con esquemas estructurales sino con fe poética.
La novela rompe la cronología, mezcla géneros (novela histórica, sátira social, comedia infernal, drama romántico) y juega con el narrador de forma sutilmente metatextual. A veces uno tiene la sensación de que es el mismo Woland quien narra, otras parece que lo hace el Maestro, y en otras más parece que la novela se cuenta a sí misma, como si no necesitara de nadie más.
Y en medio de todo esto, el lenguaje: rico, barroco, sensual, con un oído perfecto para la ironía y el ritmo. Bulgákov pasa de la burla al éxtasis en una frase, y su prosa tiene esa cualidad milagrosa de seguir sonando viva incluso después de la traducción. El estilo no es solo forma: es un método de resistencia. En un mundo que exige obediencia, escribir de esta manera es un acto de magia negra.
¿Y después qué?
El Maestro y Margarita fue publicada post mortem, primero en samizdat, luego oficialmente en 1967. Desde entonces no ha dejado de crecer en estatura. Es considerada una de las grandes novelas del siglo XX, y con razón: pocas obras han combinado con tanta osadía la metafísica, la sátira y el amor.
Leerla hoy no es solo una experiencia literaria: es un acto de resistencia. Contra la censura, contra el dogma, contra la idiotez revestida de autoridad. En un mundo donde los demonios ya no necesitan tridentes porque tienen trajes y títulos, Bulgákov sigue recordándonos que a veces, para decir la verdad, hace falta invocar al Diablo.
La novela que me sacó de la parálisis lectora
Es curioso cómo la literatura rusa siempre aparece cuando más descuidado tengo el hábito lector, tan abandonado como mis novelas inconclusas. En su momento fue Crimen y castigo de Dostoievski, y ahora esta grandiosa locura de Bulgákov.
Leerla fue un viaje onírico. Tenía que detenerme cada tanto, mirar al techo, a la ventana, o a cualquier lado, y rascarme la cabeza pensando: ¿leí bien? ¿Eso pasó? ¡Claro que pasó! En el mundo de Bulgákov, lo absurdo es la única lógica posible. Y solo Woland podía doblegar el cinismo de la modernidad.
¿Mis partes favoritas? Cada aparición de Behemoth. Esa mezcla de malicia e inteligencia, de elegancia con prepotencia. Un personaje que llevaré conmigo hasta mis últimos días, como un gato infernal susurrándome sarcasmos al oído.
¡Léela! Y disfrútala tanto como yo. O no lo hagas: es cosa tuya.
Yo leí la versión de Alianza Editorial. Sin embargo, he leído buenos comentarios de la traducción de Marta Rebón de Navona Editorial.