Desde que tengo memoria, siempre he esperado para ser feliz. De una manera u otra, postergo la satisfacción para un momento futuro. Es una inquietud constante, una inconformidad con el ahora. Como si en algún punto —cuando se alineen las condiciones— por fin pudiera tener mi vida resuelta.
Al terminar la primaria.
Al terminar la secundaria.
Al terminar mi carrera universitaria.
Cuando tenga mi primer trabajo.
Todo estará bien cuando consiga un mejor trabajo.
Una vez que tenga un aumento.
Quizá lo sea al salir del trabajo.
Solo tengo que esperar las vacaciones.
En la playa.
En el bosque.
En la ciudad.
En mi casa.
En el sillón.
En la cama.
Cuando me case.
Cuando tenga hijos.
Cuando termine mi primer libro.
Cuando tenga más suscriptores.
Cuando me jubile.
En mi vejez junto al río.
En el hospital.
Cuando en el infierno bajen la temperatura.
¡Pero hasta cuándo, carajo!
¿En qué momento vamos a permitirnos alcanzar la felicidad?
Pues en este. No tenemos otro.
Y luego se irá... para volver más tarde, si acaso. Porque la felicidad no es un estado perpetuo. No es una casilla que se marca y ya está. Ni siquiera al terminar ese libro, encontrar el amor o tener un hijo. Nada, absolutamente nada, garantiza la felicidad duradera.
Porque cuando termines el libro, querrás escribir otro. Porque el amor puede acabarse. Y porque los hijos se van.
¿Entonces? ¿Volver a postergar la felicidad? Así es. Pero solo si no has entendido nada.
La felicidad no se alcanza. Ocurre. Se cuela. Son momentos. Instantes. A veces llega cuando todo parece estable, y otras cuando crees no merecer nada. Pero aparece. Así, sin avisar.
Y no quiero darte una imagen falsa de mí.
Soy profundamente inclinado al desencanto, al existencialismo, a la certeza de que nada tiene sentido.
Pero igual disfruto cosas: una buena comida, un libro, una película, hacer el amor. Ahí, en esos breves destellos, deposito mi felicidad.
Resulta difícil, lo sé. Encontrar el lado positivo.
Más cuando me he quejado de tantas cosas durante años. Y lo seguiré haciendo, porque ser agradecido no me impide ser inconforme. Y ser inconforme no me impide disfrutar los momentos que valen la pena.
También sé que hay quienes sufren más. Y otros que viven infinitamente mejor que yo. Pero ahí está el problema: la felicidad, cuando se compara, se vuelve política. Si eres feliz en la desgracia, eres un conformista. Si eres infeliz en la fortuna, un malagradecido.
Pero, otra vez: no lo has entendido.
La felicidad solamente viene en fragmentos. Se vive por momentos.
Cuando ríes.
Cuando abrazas a tu madre.
Cuando te recibe tu perro o tu gato.
Cuando te sorprenden.
Cuando miras un árbol, el río o el mar.
Cuando el viento sopla en día de calor.
Cuando una mano caliente te abriga en el frío.
Cuando suena tu canción favorita.
Cuando pruebas ese helado.
Cuando lees los artículos de País Lector.
Y luego el momento se va.
Y ya no estás feliz.
Y está bien.
Porque la felicidad no dura. Y porque el capitalismo nos jode a todos.
La vida cambia cuando entiendes esto. Ya no esperas “ser feliz”. Esperas momentos, fechas, eventos, salidas… pero no postergas la alegría. La vida es tortuosa, absurda, inexplicable y cruel, pero no dejes que te arrebate la oportunidad de disfrutar.
La felicidad no es un objetivo. No se alcanza. Se interrumpe.
No se puede vivir sin sufrir. El mundo es injusto. La sociedad, un desastre.
Pero de vez en cuando, aparece la risa.
Una canción.
Un abrazo.
Un beso.
Un instante.
Y entonces entiendes.
Como escribió Albert Camus en El mito de Sísifo, después de explicar el absurdo de la existencia humana, esa condena eterna de empujar una roca cuesta arriba:
«La lucha por alcanzar la cumbre basta para llenar el corazón de un hombre. Hay que imaginar a Sísifo feliz.»